jueves, 30 de octubre de 2014

Mordisquito, ¡a mi no me la vas a contar! (Prólogo)

Discépolo obligó a La Parca a presenciar la victoria del pueblo.

Muchas  veces, tantas  que ya se me perdió la cuenta,  se ha tratado de explicael por qué del eternretorno al peronismo  por parte de una mayoría de hombres  y muje- res que, en general, ni siquiera tuvieron  la oportunidad de ver vivos a Juan o a Eva Perón. ¿Por qué razón  tan- tos argentinos vuelven su mirada  hacia aquella etapa, entre 1944  y 1955,  en la que, según rezan la tradición oral peronista, la historia  oficial peronista, la historia oficial gorila y otras interpretaciones más o menos míti- cas, algo cambió,  de tal modo que algunoemergieron del anonimato social y pasaron a vivir mejor y otros, que siempre habían  detentado el poder sin mayores dificul- tades, se vieron interpelados por un Estado que les exi- gía distribuir parte de su renta?
Obviamente, no hay una sola respuesta,  no puede haberlaSigmund Freud escribió, poco antes de morir, un apasionante libro en el que ensaya algunas teorías res- pecto de los orígenes de las religiones monoteístas y acerca de la muerte  del padre  a manos  de sus hijos. Se llama Moisés y la religión monoteísta y, entre otraaudaces hipótesis que el padre del psicoanálisis formula, una atra- viesa esa obra como un haz que ilumina tanto  la génesis de la civilización judeocristiana como, sin proponérselo, por supuesto,  la razón de ese movimiento  pendular que lleva, una y otra vez, a la mayoría  del pueblo argentino a darle una nueva oportunidad al peronismo.
En una apretada síntesis, Freud postula  que Moisés no era judío sino egipcio, y que le tocó en suerte vivir bajo el corto reinado  de Akinethon, un rey que impuso la adoración en un solo dios, Atón, universal  y estricto en sus planteos  morales y de ordenamiento social y reli- gioso. A la muerte de Akinethon, los sucesores del trono perdiguen  a los monoteístas, entre ellos a Moisés, que huye al desierto  seguido por el pueblo judío, al que eli- gió para  dirigirse a la Tierra Prometida, donde podrían revivir los tiempos  de felicidad que el pueblo  conoció bajo aquel reinado.  Como se sabe, muchos murieron en el desierto antes de poder ver la Tierra Prometida (Moisés entre ellos), pero muchos otros nacieron  sin poder haber experimentado aquella felicidad y, sin embargo,  quisie- ron volver a ella, tanta  era la fuerza del relato original sobre aquellos tiempos felices.
Bueno, pues ahí está. Tan simple como lo describe Freud. Esa mayoría  circunstancial, cada tanto,  elige al peronismo  con la ilusión de volver, tras décadas dando vueltas en círculo en el desierto,  aquella felicidad limi- nar que nadie puede desmentir,  ni siquiera los detracto- res de quienes posibilitaron ese momento histórico.
Por supuesto,  muchos de los críticos acérrimos  que cosechó el primer peronismo  llegan a reconocer  que ése fue un tiempo feliz, sólo que le recriminan a Perón lo caro que le costo al país (en realidad, a una parte  del país, representada por estos críticos y esa crítica), y una pre- sunta oportunidad perdida  de subir al tren de la moder- nidad,  en sus versiones norteamericana y/o europea.
EnriquSantos Discépolo no explica el peronismo con alegorías  o interpretaciones complejas
Claro,  él, mientras  habldel peronismo, está viviendo ese pero- nismoes contemporáneo de esos cambios  radicales que se van produciendo bajo la batuta de Perón, un tipo que empieza a caerles raro a quienes esperan de él que cumpla el rol impuesto  por la oligarquía a las Fuerzas ArmadasÉl escribe tangos bajo el reinado de Akinethon, no tiene que recurrir  a la tradición oral ni a escuelas de escribas pardiscurrir  que entre la décadinfame y el estatuto del peón, la opción es fácil y simple.
Hace 55 años, en 1951, Discépolo es invitado  a par- ticipar de un programa en Radio Nacional. La emisión, que iba por cadena nacional,  se llamaba Pienso y digo lo que pienso, y la idea era que destacadas  figuras artísti- cas de la época pregonaran los logros del gobierno pero- nista. A Discépolo el guión le parece malo, piensa que se trata  de lisa y llana propaganda políticen un año electoral. Pero, lejos de sacarle en cuerpo al convite, refor- mula ese guión y crea un personaje  que es el estereotipo del gorila porteño, un retrato verosímil del antiperonista de entonces. Mordisquito, un fulano bravo, que se las tenía que ver con él, que también es un jodido, pero encima es peronista.
Es interesante observar  lo que Discépolo pone en juego  construyendo esos diálogos  coMordisquito. Cuánto y qué ponen la mesa de juego ese hombre esmirriado pero atrevido,  enjuto y jetón, pero con estilo. Es interesante no sólo porque  sirve para mensurar la den- sidad de la dialéctica de aquellos años 40 y 50, sino por- que esa, su apuesta,  permite repensar  el rol del artista, del periodista, del hombre  de la cultura, de los comuni- cadores de este presente al que la posmodernidad parece haberles dejado el mandato del no compromiso. Total, casi todo sería lo mismo y nada parecería definir el nuevo sujeto histórico  por el cual valdría la pena soltar la rienda de cualquier  apuesta.  Sirve para preguntarse si está mal tomar  partido. Sirve, acaso, para reflexionar si es cierto que jugarse por una propuesta política afecta la objeti- vidad de esos actores  sociales que integran  la presente escena cultural.  Sirve, seguramente, para constatar que, en el caso de Discépolo,  decirlo, decirle a la gente que habían  optado por determinado camino,  no le impidió pasar a la inmortalidad y le permitió,  además,  sincerar una relación  compleja  y asimétrica, en la que una voz puede incidir tanto  en la opinión  de muchos.
Discépolo pone todo de sí para  expresar  su apoyo a un gobierno  que él piensa que ha venido a redimir las décadas que él padeció como artista  y como hombre  del campo popular. No le costó poco. Amigos, colegas del mundo  artístico, prohombres de la intelligentzia porteña, críticos periodísticos, todos ellos lo denostaron hasta el insulto y la difamación. Su talento  no sirvió de nada para evitar que la crítica porteña le asestara  los mandobles políticamente correctos de aquellos días. Discépolo, diri- giéndose a Mordisquito, pero hablándole a esos indig- nados profetas  de la cultura  impuestpor tablishment, los interpelaba con esa atrevida  y filosa lengua jetona:
«La nuestres una historia  de civismo llena de desilusio- nes. Cualquiera fuese el color político que nos gobernó, siempre la vimos negra. Aspiramos  a gozar y al final nos gozaron.  ¡Todos¡Siempre! Una curiosa adoración, la que vos sentís por los pajarones hizo que el país retroce- diese cien años. Porque vos tenés la mística de los paja- rones y prácticas  su culto como una religión. Cuanto más pajarón él, s torpe  y s crédulo  vos. Te gusta oír hablar a la gente que no me entendés nada; la que te habla claro te parece vulgar».
¿Exagerado? ¿Destemplado? ¿Sectario? El contexto de época ayuda a poner las cosas en su lugar. En un país en el que a un presidente  que ganó las elecciones contra casi todo  el arco político  restante  se lo denomina «El Tirano», donde a las mayorías  que rescataron de la cár- cel a Perón en octubre  de 1945  se las llama «cabecita negra» (años después se perfeccionaría ese calificativo y se lo reemplazaría por el más filosófico «aluvión  zooló- gico»), la desmesura  es un recurso más de una comuni- cación ruda, como ruda era la confrontación política del momento. Al fin y al cabo, cada vez que en la Argentina confrontaron —confrontan dos proyectos  de Nación, los tonos  de la comunicación resultaron resultan— destemplados.
Discépolo dejó en esos estudios de Radio Nacional algo s que coraje cívico. Dejó buena parte de su vida. Poco después, su salud empeoró  y nunca se recuperó  del todo, hasta su muerte, un 23 de diciembre de 1951.  Ese hombre  frágil en apariencia, pero feroz a la hora de sacar a relucir su verborragia militante, le hizo un guiño a La Parca y la obligó a esperar antes de llevárselo. Discépolo necesitaba  disfrutar aquel triunfo  peronista de 1951 antes de partir  de este mundo. Necesitaba constatar que su Mordisquito había colaborado en la construcción de esa victoria así lo entendió  Perón, quién no dudo en afir- mar: «Gracias  al voto femenino y a Mordisquito, gana- mos las elecciones».
«Ahora  , vamos»,  le debe haber dicho Discépolo a La Parca. Y partió, dejando  a Mordisquito solo, muy solo. 
Horacio Çaró, Marzo  de 2006

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