Discépolo obligó a La Parca a presenciar la victoria del pueblo.
Muchas veces, tantas que ya se me perdió la cuenta, se ha tratado de explicar el por qué del eterno retorno al peronismo por parte de una mayoría de hombres y muje- res que, en general, ni siquiera tuvieron la oportunidad de ver vivos a Juan o a Eva Perón. ¿Por qué razón tan- tos argentinos vuelven su mirada hacia aquella etapa, entre 1944 y 1955, en la que, según rezan la tradición oral peronista, la historia oficial peronista, la historia oficial gorila y otras interpretaciones más o menos míti- cas, algo cambió, de tal modo que algunos emergieron del anonimato social y pasaron a vivir mejor y otros, que siempre habían detentado el poder sin mayores dificul- tades, se vieron interpelados por un Estado que les exi- gía distribuir parte de su renta?
Obviamente, no hay una sola respuesta, no puede haberla. Sigmund Freud escribió, poco antes de morir, un apasionante libro en el que ensaya algunas teorías res- pecto de los orígenes de las religiones monoteístas y acerca de la muerte del padre a manos de sus hijos. Se llama Moisés y la religión monoteísta y, entre otras audaces hipótesis que el padre del psicoanálisis formula, una atra- viesa esa obra como un haz que ilumina tanto la génesis de la civilización judeocristiana como, sin proponérselo, por supuesto, la razón de ese movimiento pendular que lleva, una y otra vez, a la mayoría del pueblo argentino a darle una nueva oportunidad al peronismo.
En una apretada síntesis, Freud postula que Moisés no era judío sino egipcio, y que le tocó en suerte vivir bajo el corto reinado de Akinethon, un rey que impuso la adoración en un solo dios, Atón, universal y estricto en sus planteos morales y de ordenamiento social y reli- gioso. A la muerte de Akinethon, los sucesores del trono perdiguen a los monoteístas, entre ellos a Moisés, que huye al desierto seguido por el pueblo judío, al que eli- gió para dirigirse a la Tierra Prometida, donde podrían revivir los tiempos de felicidad que el pueblo conoció bajo aquel reinado. Como se sabe, muchos murieron en el desierto antes de poder ver la Tierra Prometida (Moisés entre ellos), pero muchos otros nacieron sin poder haber experimentado aquella felicidad y, sin embargo, quisie- ron volver a ella, tanta era la fuerza del relato original sobre aquellos tiempos felices.
Bueno, pues ahí está. Tan simple como lo describe Freud. Esa mayoría circunstancial, cada tanto, elige al peronismo con la ilusión de volver, tras décadas dando vueltas en círculo en el desierto, aquella felicidad limi- nar que nadie puede desmentir, ni siquiera los detracto- res de quienes posibilitaron ese momento histórico.
Por supuesto, muchos de los críticos acérrimos que cosechó el primer peronismo llegan a reconocer que ése fue un tiempo feliz, sólo que le recriminan a Perón lo caro que le costo al país (en realidad, a una parte del país, representada por estos críticos y esa crítica), y una pre- sunta oportunidad perdida de subir al tren de la moder- nidad, en sus versiones norteamericana y/o europea.
Enrique Santos Discépolo no explica el peronismo con alegorías o interpretaciones complejas.
Claro, él, mientras habla del peronismo, está viviendo ese pero- nismo, es contemporáneo de esos cambios radicales que se van produciendo bajo la batuta de Perón, un tipo que empieza a caerles raro a quienes esperan de él que cumpla el rol impuesto por la oligarquía a las Fuerzas Armadas. Él escribe tangos bajo el reinado de Akinethon, no tiene que recurrir a la tradición oral ni a escuelas de escribas para discurrir que entre la década infame y el estatuto del peón, la opción es fácil y simple.
Hace 55 años, en 1951, Discépolo es invitado a par- ticipar de un programa en Radio Nacional. La emisión, que iba por cadena nacional, se llamaba Pienso y digo lo que pienso, y la idea era que destacadas figuras artísti- cas de la época pregonaran los logros del gobierno pero- nista. A Discépolo el guión le parece malo, piensa que se trata de lisa y llana propaganda política en un año electoral. Pero, lejos de sacarle en cuerpo al convite, refor- mula ese guión y crea un personaje que es el estereotipo del gorila porteño, un retrato verosímil del antiperonista de entonces. Mordisquito, un fulano bravo, que se las tenía que ver con él, que también es un jodido, pero encima es peronista.
Es interesante observar lo que Discépolo pone en juego construyendo esos diálogos con Mordisquito. Cuánto y qué pone en la mesa de juego ese hombre esmirriado pero atrevido, enjuto y jetón, pero con estilo. Es interesante no sólo porque sirve para mensurar la den- sidad de la dialéctica de aquellos años 40 y 50, sino por- que esa, su apuesta, permite repensar el rol del artista, del periodista, del hombre de la cultura, de los comuni- cadores de este presente al que la posmodernidad parece haberles dejado el mandato del no compromiso. Total, casi todo sería lo mismo y nada parecería definir el nuevo sujeto histórico por el cual valdría la pena soltar la rienda de cualquier apuesta. Sirve para preguntarse si está mal tomar partido. Sirve, acaso, para reflexionar si es cierto que jugarse por una propuesta política afecta la objeti- vidad de esos actores sociales que integran la presente escena cultural. Sirve, seguramente, para constatar que, en el caso de Discépolo, decirlo, decirle a la gente que habían optado por determinado camino, no le impidió pasar a la inmortalidad y le permitió, además, sincerar una relación compleja y asimétrica, en la que una voz puede incidir tanto en la opinión de muchos.
Discépolo pone todo de sí para expresar su apoyo a un gobierno que él piensa que ha venido a redimir las décadas que él padeció como artista y como hombre del campo popular. No le costó poco. Amigos, colegas del mundo artístico, prohombres de la intelligentzia porteña, críticos periodísticos, todos ellos lo denostaron hasta el insulto y la difamación. Su talento no sirvió de nada para evitar que la crítica porteña le asestara los mandobles políticamente correctos de aquellos días. Discépolo, diri- giéndose a Mordisquito, pero hablándole a esos indig- nados profetas de la cultura impuesta por tablishment, los interpelaba con esa atrevida y filosa lengua jetona:
«La nuestra es una historia de civismo llena de desilusio- nes. Cualquiera fuese el color político que nos gobernó, siempre la vimos negra. Aspiramos a gozar y al final nos gozaron. ¡Todos! ¡Siempre! Una curiosa adoración, la que vos sentís por los pajarones hizo que el país retroce- diese cien años. Porque vos tenés la mística de los paja- rones y prácticas su culto como una religión. Cuanto más pajarón él, más torpe y más crédulo vos. Te gusta oír hablar a la gente que no me entendés nada; la que te habla claro te parece vulgar».
¿Exagerado? ¿Destemplado? ¿Sectario? El contexto de época ayuda a poner las cosas en su lugar. En un país en el que a un presidente que ganó las elecciones contra casi todo el arco político restante se lo denomina «El Tirano», donde a las mayorías que rescataron de la cár- cel a Perón en octubre de 1945 se las llama «cabecita negra» (años después se perfeccionaría ese calificativo y se lo reemplazaría por el más filosófico «aluvión zooló- gico»), la desmesura es un recurso más de una comuni- cación ruda, como ruda era la confrontación política del momento. Al fin y al cabo, cada vez que en la Argentina confrontaron —confrontan— dos proyectos de Nación, los tonos de la comunicación resultaron —resultan— destemplados.
Discépolo dejó en esos estudios de Radio Nacional algo más que coraje cívico. Dejó buena parte de su vida. Poco después, su salud empeoró y nunca se recuperó del todo, hasta su muerte, un 23 de diciembre de 1951. Ese hombre frágil en apariencia, pero feroz a la hora de sacar a relucir su verborragia militante, le hizo un guiño a La Parca y la obligó a esperar antes de llevárselo. Discépolo necesitaba disfrutar aquel triunfo peronista de 1951 antes de partir de este mundo. Necesitaba constatar que su Mordisquito había colaborado en la construcción de esa victoria así lo entendió Perón, quién no dudo en afir- mar: «Gracias al voto femenino y a Mordisquito, gana- mos las elecciones».
«Ahora sí, vamos», le debe haber dicho Discépolo a La Parca. Y partió, dejando a Mordisquito solo, muy solo.
Muchas veces, tantas que ya se me perdió la cuenta, se ha tratado de explicar el por qué del eterno retorno al peronismo por parte de una mayoría de hombres y muje- res que, en general, ni siquiera tuvieron la oportunidad de ver vivos a Juan o a Eva Perón. ¿Por qué razón tan- tos argentinos vuelven su mirada hacia aquella etapa, entre 1944 y 1955, en la que, según rezan la tradición oral peronista, la historia oficial peronista, la historia oficial gorila y otras interpretaciones más o menos míti- cas, algo cambió, de tal modo que algunos emergieron del anonimato social y pasaron a vivir mejor y otros, que siempre habían detentado el poder sin mayores dificul- tades, se vieron interpelados por un Estado que les exi- gía distribuir parte de su renta?
Obviamente, no hay una sola respuesta, no puede haberla. Sigmund Freud escribió, poco antes de morir, un apasionante libro en el que ensaya algunas teorías res- pecto de los orígenes de las religiones monoteístas y acerca de la muerte del padre a manos de sus hijos. Se llama Moisés y la religión monoteísta y, entre otras audaces hipótesis que el padre del psicoanálisis formula, una atra- viesa esa obra como un haz que ilumina tanto la génesis de la civilización judeocristiana como, sin proponérselo, por supuesto, la razón de ese movimiento pendular que lleva, una y otra vez, a la mayoría del pueblo argentino a darle una nueva oportunidad al peronismo.
En una apretada síntesis, Freud postula que Moisés no era judío sino egipcio, y que le tocó en suerte vivir bajo el corto reinado de Akinethon, un rey que impuso la adoración en un solo dios, Atón, universal y estricto en sus planteos morales y de ordenamiento social y reli- gioso. A la muerte de Akinethon, los sucesores del trono perdiguen a los monoteístas, entre ellos a Moisés, que huye al desierto seguido por el pueblo judío, al que eli- gió para dirigirse a la Tierra Prometida, donde podrían revivir los tiempos de felicidad que el pueblo conoció bajo aquel reinado. Como se sabe, muchos murieron en el desierto antes de poder ver la Tierra Prometida (Moisés entre ellos), pero muchos otros nacieron sin poder haber experimentado aquella felicidad y, sin embargo, quisie- ron volver a ella, tanta era la fuerza del relato original sobre aquellos tiempos felices.
Bueno, pues ahí está. Tan simple como lo describe Freud. Esa mayoría circunstancial, cada tanto, elige al peronismo con la ilusión de volver, tras décadas dando vueltas en círculo en el desierto, aquella felicidad limi- nar que nadie puede desmentir, ni siquiera los detracto- res de quienes posibilitaron ese momento histórico.
Por supuesto, muchos de los críticos acérrimos que cosechó el primer peronismo llegan a reconocer que ése fue un tiempo feliz, sólo que le recriminan a Perón lo caro que le costo al país (en realidad, a una parte del país, representada por estos críticos y esa crítica), y una pre- sunta oportunidad perdida de subir al tren de la moder- nidad, en sus versiones norteamericana y/o europea.
Enrique Santos Discépolo no explica el peronismo con alegorías o interpretaciones complejas.
Claro, él, mientras habla del peronismo, está viviendo ese pero- nismo, es contemporáneo de esos cambios radicales que se van produciendo bajo la batuta de Perón, un tipo que empieza a caerles raro a quienes esperan de él que cumpla el rol impuesto por la oligarquía a las Fuerzas Armadas. Él escribe tangos bajo el reinado de Akinethon, no tiene que recurrir a la tradición oral ni a escuelas de escribas para discurrir que entre la década infame y el estatuto del peón, la opción es fácil y simple.
Hace 55 años, en 1951, Discépolo es invitado a par- ticipar de un programa en Radio Nacional. La emisión, que iba por cadena nacional, se llamaba Pienso y digo lo que pienso, y la idea era que destacadas figuras artísti- cas de la época pregonaran los logros del gobierno pero- nista. A Discépolo el guión le parece malo, piensa que se trata de lisa y llana propaganda política en un año electoral. Pero, lejos de sacarle en cuerpo al convite, refor- mula ese guión y crea un personaje que es el estereotipo del gorila porteño, un retrato verosímil del antiperonista de entonces. Mordisquito, un fulano bravo, que se las tenía que ver con él, que también es un jodido, pero encima es peronista.
Es interesante observar lo que Discépolo pone en juego construyendo esos diálogos con Mordisquito. Cuánto y qué pone en la mesa de juego ese hombre esmirriado pero atrevido, enjuto y jetón, pero con estilo. Es interesante no sólo porque sirve para mensurar la den- sidad de la dialéctica de aquellos años 40 y 50, sino por- que esa, su apuesta, permite repensar el rol del artista, del periodista, del hombre de la cultura, de los comuni- cadores de este presente al que la posmodernidad parece haberles dejado el mandato del no compromiso. Total, casi todo sería lo mismo y nada parecería definir el nuevo sujeto histórico por el cual valdría la pena soltar la rienda de cualquier apuesta. Sirve para preguntarse si está mal tomar partido. Sirve, acaso, para reflexionar si es cierto que jugarse por una propuesta política afecta la objeti- vidad de esos actores sociales que integran la presente escena cultural. Sirve, seguramente, para constatar que, en el caso de Discépolo, decirlo, decirle a la gente que habían optado por determinado camino, no le impidió pasar a la inmortalidad y le permitió, además, sincerar una relación compleja y asimétrica, en la que una voz puede incidir tanto en la opinión de muchos.
Discépolo pone todo de sí para expresar su apoyo a un gobierno que él piensa que ha venido a redimir las décadas que él padeció como artista y como hombre del campo popular. No le costó poco. Amigos, colegas del mundo artístico, prohombres de la intelligentzia porteña, críticos periodísticos, todos ellos lo denostaron hasta el insulto y la difamación. Su talento no sirvió de nada para evitar que la crítica porteña le asestara los mandobles políticamente correctos de aquellos días. Discépolo, diri- giéndose a Mordisquito, pero hablándole a esos indig- nados profetas de la cultura impuesta por tablishment, los interpelaba con esa atrevida y filosa lengua jetona:
«La nuestra es una historia de civismo llena de desilusio- nes. Cualquiera fuese el color político que nos gobernó, siempre la vimos negra. Aspiramos a gozar y al final nos gozaron. ¡Todos! ¡Siempre! Una curiosa adoración, la que vos sentís por los pajarones hizo que el país retroce- diese cien años. Porque vos tenés la mística de los paja- rones y prácticas su culto como una religión. Cuanto más pajarón él, más torpe y más crédulo vos. Te gusta oír hablar a la gente que no me entendés nada; la que te habla claro te parece vulgar».
¿Exagerado? ¿Destemplado? ¿Sectario? El contexto de época ayuda a poner las cosas en su lugar. En un país en el que a un presidente que ganó las elecciones contra casi todo el arco político restante se lo denomina «El Tirano», donde a las mayorías que rescataron de la cár- cel a Perón en octubre de 1945 se las llama «cabecita negra» (años después se perfeccionaría ese calificativo y se lo reemplazaría por el más filosófico «aluvión zooló- gico»), la desmesura es un recurso más de una comuni- cación ruda, como ruda era la confrontación política del momento. Al fin y al cabo, cada vez que en la Argentina confrontaron —confrontan— dos proyectos de Nación, los tonos de la comunicación resultaron —resultan— destemplados.
Discépolo dejó en esos estudios de Radio Nacional algo más que coraje cívico. Dejó buena parte de su vida. Poco después, su salud empeoró y nunca se recuperó del todo, hasta su muerte, un 23 de diciembre de 1951. Ese hombre frágil en apariencia, pero feroz a la hora de sacar a relucir su verborragia militante, le hizo un guiño a La Parca y la obligó a esperar antes de llevárselo. Discépolo necesitaba disfrutar aquel triunfo peronista de 1951 antes de partir de este mundo. Necesitaba constatar que su Mordisquito había colaborado en la construcción de esa victoria así lo entendió Perón, quién no dudo en afir- mar: «Gracias al voto femenino y a Mordisquito, gana- mos las elecciones».
«Ahora sí, vamos», le debe haber dicho Discépolo a La Parca. Y partió, dejando a Mordisquito solo, muy solo.
Horacio Çaró, Marzo de 2006