Un cable de acero en tirabuzón alrededor de los caños,
envolviéndose para no lastimar la piel.
Enroscándose suave y constrictor entre los dibujos y las
venas.
Convertido en liana entre las manos sudorosas y desgarradas.
Los acordes y engranajes me sacuden la tierra,
me toman como una hamaca para hacerme volar.
Me sostienen y arrebatan del aljibe perturbador.
Son cenizas del dolor que vuelven a dar color.
Como frotar la lámpara con febril esperanza,
como invocar al viento arañando la garganta desde adentro.
Soñando y desvaneciendo, muriendo y sonriendo,
la caricia en la mejilla, el beso en la frente de la
salvación.
Agua de manantial en el desierto del llanto,
coros que cosquillean los oídos aturdidos.
Elevándome en vaivén, como hoja que vuelve al árbol.
Como semilla que vuelve a la tierra preparada para nacer.
Fuego azul que
ilumina y da vida.
Agua blanca meliflua
que bañar los pies.
Tierra húmeda que
acaricia cada esquina
de mi cuerpo caído,
el aire burbujeante que encumbra mi ser.