miércoles, 17 de junio de 2009

No te Aguanto

El rechazo, la incomodidad de compartir espacios y situaciones con el otro se van haciendo más fuertes a medida que crecemos.

Por Fernando Peña

Caminando por cualquier calle de la ciudad, uno puede darse cuenta de que nadie se mira a los ojos y si por alguna casualidad nos encontramos por una milésima de segundo con otros ojos que nos apuntan, acto seguido, una de las dos personas, o las dos, bajan la mirada inmediatamente. Cuando nos llevan por delante o nos empujan suavemente, el pedido de disculpas es balbuceado y en voz baja; es casi imperceptible, casi ni se escucha. Quien te empuja sin querer te pasa por al lado y se le escapan, se le caen literalmente de la boca, sonidos inentendibles que reproducen un tímido y poco sentido pedido de disculpas. Ni hablar de la tensión que produce estar con gente desconocida en un ascensor. Ahí entran en juego varias situaciones embarazosas; por ejemplo, el tener que pedir que te aprieten el botón de un piso, saludar a todos o correr hacia el ascensor pidiendo que aguanten las puertas abiertas porque estás llegando tarde. Todo eso nos llena de vergüenza, aparecen las inhibiciones y los complejos. También están las miradas, los empujones y los roces. El contacto físico con el otro, la apoyada, el hombro a hombro, las tetas de una mujer en la espalda, las tosecitas nerviosas, el aliento y sentir la respiración de los demás en la nuca hacen que ir de una planta baja a un piso doce sea más incómodo que sentarse en una silla con clavos. El viaje se hace eterno y enmudecemos. Hasta cuando le tenemos que decir algo a alguien que está con nosotros lo hacemos en voz baja y con pudor. El cruce en los cajeros automáticos es también una situación bastante incómoda, abrir la puerta y sostenerla para que el que está afuera pase y que a veces ni siquiera dé un gracias dicho claramente. Otra vez el sonido inentendible y fugaz, el buñuelo de palabras, el gruñido. Nos comportamos como si fuéramos animalitos que croan o graznan. En las casas de pastas, los domingos al mediodía, también se demuestran nuestra falta de destreza, nuestra torpeza y la gélida indiferencia. Detrás del mostrador, los empleados gritan los números y otra vez la gente con un hilito de voz, a veces intentando que el número llegue a las manos del empleado para no tener que decir simplemente la palabra "yo" cuando cantan 52. A veces entra alguien que no sabe que hay que sacar número y nadie es capaz de avisarle, como si nos pusiera contentos que entren cuatro o cinco personas detrás de él, saquen número y lo dejen pagando. Ahí el gozo es en silencio, el pobre hombre no percibe que seguramente hay dos o tres personas riéndose por dentro. De auto a auto también nos pasa. Por eso, a veces, es mucho más cómodo viajar en autos con vidrios polarizados. Se me ocurre que muchos oscurecen los vidrios del auto no por una cuestión de seguridad ni por el sol sino para guardar privacidad, para evitar que el otro vea, espíe. Cuando vamos en auto también hay muestras de poca solidaridad y ganas de joder al otro, el clásico ejemplo es el que no se corre de la izquierda cuando le hacemos luces. Disfruta, se regocija y no se corre, cuando a veces el motivo de nuestro apuro puede ser importante. El asco y el rechazo que nos estamos teniendo es totalmente palpable. Estamos hartos de nosotros mismos, de la forma humana. Es claro que preferimos otras criaturas vivientes, y se nota cuando de pronto aparece un perro vistoso. En seguida, alguien se nos acerca simpáticamente, lo acaricia, le habla, como queriendo establecer un diálogo con el perro pero no con nosotros. "¿Y vos cómo te llamás, che?", le preguntan al perro, y al no recibir respuesta, ya que el dueño también está deseando que el perro hable, repregunta: "¿Cómo se llama?"; y de pronto ése es el comienzo de un diálogo corto y tibio en la plaza, un diálogo que el dueño del perro ansía que termine cuanto antes. Siempre buscamos playas vacías y pocos son capaces de compartir una mesa en McDonald's cuando está lleno. En el cine, dos parejas dejan una butaca vacía entre las dos y rezan en silencio para que deje de entrar gente así pueden guardar esa distancia protectora. El tío de un amigo se compraba dos pasajes para no compartir asiento en los ómnibus de larga distancia, y no debe ser la excepción. En todo momento se ve que si podemos evitar al otro, es mejor. Cuando voy al teatro y noto que se viene el intervalo, ya me voy parando, veo los últimos minutos de pie desde el fondo junto al acomodador, cerquita de la cortina de terciopelo, y cuando empieza a cerrarse el telón corro al baño para ser el primero, estar solo y hacer pis tranquilo. Así y todo elijo un compartimiento y no un mingitorio y tampoco debo ser la excepción. Cuando ocupan la mesa de al lado en los restoranes también es molesto y es casi una proeza compartir un taxi. Hablando de taxis, me encantan los de Montevideo, tienen una mampara que separa al pasajero del taxista y evita la charla pasatista y hastiante. El rechazo, las ganas de no cruzarnos, la intolerancia y la incomodidad de compartir espacios y situaciones con el otro se van haciendo más fuertes a medida que crecemos. Los chicos no padecen este mal. Es común verlos parlotear y hostigar con preguntas de todo tipo a los adultos. Nos pasa cada tanto que dos chiquitos en el auto de adelante nos saluden y se rían con frescura y espontaneidad. ¿Por qué perdemos esa simpatía con el otro? ¿La perdemos o incorporamos la intolerancia? Creo que se trata de una falta de educación. No hablo de una educación de buenos modales y buenas costumbres, hablo de educar la actitud, la predisposición. Es necesario prepararnos para interactuar con el otro, notarlo, mirarlo, incorporarlo. Tampoco estoy hablando de la buena onda al divino botón ni de una actitud religiosa, hablo de reeducar las conductas cotidianas, nuestras expresiones corporales y los parlamentos. Hablo de desinhibirnos, cada uno dentro de nuestras posibilidades. Hablo de salirnos de nosotros. El entrenamiento teatral ayuda mucho. Es raro que un actor camine encorvado como tratando de esconderse en su propio cuerpo o hable en voz baja. Tenemos aprendido un manejo de nuestro cuerpo, al que llamamos instrumento, cuando hablamos lo hacemos claro y alto, cuando miramos lo hacemos profundamente y cuando nos toca interactuar con extraños, por lo general, nos cuesta menos. Salgan de sus casas como si salieran de un camarín. No pretendo que sonrían y saluden a todo el mundo, pero caminen erguidos, registren lo que dicen y cómo lo dicen, miren al otro y exhíbanse ante la multitud. Cuando deban enfrentarse con el prójimo, ya sea a solas o ante varias personas, procuren ser amables y simpáticos utilizando la falsedad que no se nota que tenemos los actores. Háganle creer al otro que por lo menos lo toleran y lo tienen en cuenta. Se trata de códigos y conductas histriónicas que aceitarían un poco esta apatía necia y seca que estamos viviendo.

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